Hay una cuadra mítica más famosa aún que la de Aquiles, de cuyos corceles me ocupé en una entrada anterior. En la mitología griega, Helio era el dios del Sol, hijo del titán Hiperión y de la titánide Tía; ojo, no la confundamos con la oceánide del mismo nombre, madre de los ascendientes mitológicos de Zipi y Zape, a los que dedico un artículo en la revista literaria Capítulo 1. Helio es, por tanto, hermano de Eos, la Aurora, y de Selene, la Luna.
La leyenda de Faetón y los caballos de Helios es la del primer calentamiento global Clic para tuitear
El Sol fue un dios anterior a la tríada compuesta por Júpiter, Neptuno y Plutón. Cuando los Olímpicos se repartieron el orbe, Helio esperaba una recompensa por no haberse opuesto a ellos. Al no recibirla, se calentó. Entonces exigió un territorio propio. Júpiter le concedió la isla de Rodas, aunque también tuvo dehesas desde Asia Menor a Gades donde pastaban rebaños de hermosísimos toros.

Como salía para todos y todo lo veía, este solete de dios echó el ojo a numerosas mortales y semimortales y engendró una buena prole. Uno de sus hijos fue Faetonte, o Faetón, habido tras un romance adúltero con la oceánide Clímene, esposa del rey de Etiopía, Mérope. Y así entramos en materia, con Ovidio como guía y sus Metamorfosis como plano.
Bertín no habría preguntado si en su casa o en la de Helio
El palacio de Helio era tan espectacular que Bertín Osborne no habría preguntado en qué casa quedaban para picar algo y echar la tarde; la de Helio, sin pensarlo: «Se alzaba sobre elevadas columnas y resplandecía con el fulgor del oro y del piropo que imita a las llamas; tenía los techos cubiertos de brillante marfil, y las dos hojas de la puerta irradiaban con luz de plata».
¿Conoces la etimología del hoy perseguido piropo? Que no te la cuente Barbijaputa, que ya te la cuento yo. Clic para tuitearEl piropo no es ese acto delictivo por el que ahora puedes pasar una noche en el calabozo y sufrir persecución en Twitterlynch. En origen, era una piedra preciosa de color rojo intenso que dio nombre al requiebro galante: «Bella como un piropo». Los que no tenían dinero para regalar uno, lo soltaban. En el caso del palacio de Helio, se trata de una aleación de color ígneo compuesta por cuatro partes de cobre y una de oro.
Pues hasta allí, hasta la mansión solar, llegó un día Faetón, deslumbrado y sudoroso. Hizo el viaje con la intención manifiesta de preguntarle al Sol si de verdad era su padre, pues su amigo Épafo, rey de Egipto, no se lo creía: «¡Oh, luz común al inmenso mundo, padre Febo […] dame una prueba y borra esta duda de mi corazón». Pero el mozo tenía una agenda oculta.
El capricho de un adolescente pudo acabar con la vida en la Tierra
Helio, emocionado, le respondió así: «Ni tú mereces que yo reniegue de ti, ni Clímene mintió respecto a tu nacimiento. Y para que no te queden dudas, pídeme el regalo que desees y yo te lo daré. Pongo por testigo de mi promesa a la laguna por la que juran los dioses, que mis ojos nunca han visto». ¡Ay, alma de cántaro!, para ser el dios del sol tuviste muy pocas luces. Y es que, de inmediato, el astuto Faetón le soltó que quería conducir su carro. A lo que Helio respondió: «Tus palabras hacen imprudentes las mías».
A ver, nada que no pase en una casa como los dioses mandan. Cuando el niño aprueba la EBAU y los papis le pagan el carné de conducir, ya se sabe a quién le va a pedir el coche si aprueba el práctico. Siempre te lo digo: todo está en los mitos, como ya te conté en la entrada que le dediqué a American Gods.

Hagamos un inciso para aclarar algún punto. Ovidio usa el nombre de Febo porque, media docena de siglos antes, Apolo Febo ya había fagocitado al viejo dios Helio. Y la «laguna» por la que juró Helio fue el río Éstige, una de las cinco corrientes infernales que, a veces, es presentada como un hábitat lacustre. Del resto de ríos del Hades te hablo en la página 22 de mi última obra, ¿Nos hacemos unos griegos? (LGTBI en el OLimpo y su vecindario).
El juramento más terrible de un dios olímpico era por el río Estigia
Merece la pena detenernos en las ominosas aguas estigias. Este accidente geográfico infernal tenía su personificación, como todos los ríos: Éstige o Estigia, hermana de Clímene, o sea, tía de Faetón. Tras tomar partido por Júpiter contra los Titanes, recibió una serie de privilegios que incluían el tremendo juramento divino. Otras versiones cuentan que no fue por eso, sino por ayudar a Júpiter cuando Juno quiso destronarlo.

Justamente porque se engañaban y se tendían trampas, los dioses juraban. Hesíodo nos cuenta que, cuando surgía una querella entre los olímpicos, Júpiter mandaba a Iris, su mensajera, al palacio de Éstige para que trajera en un cáliz de oro «el agua helada de mucho renombre que fluye de un alto y escarpado peñasco […] azote terrible para los dioses». Juraban por ese agua mientras la derramaban con cuidado: el mortífero líquido dañaba lo que tocaba. Según Homero, apoyaban una mano sobre los océanos y otra sobre la tierra; así, todos los dioses, mayores y menores, nuevos y antiguos, eran testigos.
Hesíodo define la pena por perjurio para un inmortal: «Queda tendido sin respiración hasta que se cumple un año; y no puede acercarse a la ambrosía, al néctar ni a alimento alguno, sino que yace, sin aliento y sin voz, en revestidos lechos y le cubre un horrible sopor. Al terminar esta terrible enfermedad, otra prueba aún más dura sucede a aquella: por nueve años está apartado de los dioses sempiternos y nunca puede asistir al Consejo ni a los banquetes durante esos años». Al décimo, se reincorporaba a la vida olímpica.
¿Un castigo muy leve? No. Durante el cumplimiento de la pena, el falsario tendría una clara conciencia de lo que significaba la mortalidad; eso debería regalarle más sabiduría que al resto. Además, en ese tiempo perdería adoradores, santuarios y atributos. Es decir, regresaría hecho un olímpico don nadie. Sin embargo, ningún dios fue condenado a semejante pena porque nunca se atrevieron a jurar en falso por el Estigia.

Sigamos con el capricho de Faetón y la imprudencia de Helio. Ser auriga de la cuadriga del Sol no era un trabajo rutinario. Estaba lleno de riesgos diarios para mortales e inmortales. Para empezar, la ruta era muy peligrosa.
El cielo grecorromano era una montaña rusa colmada de peligros
Cuando Aurora extendía, en palabras de Homero, sus «rosados dedos», Febo, coronado con el disco solar, salía con su carro. Primero subía una empinada cuesta celeste hasta una altura tal que el propio Helio sentía vértigo y, claro, el descenso era como tirarse por una montaña rusa. Todo ello en un cielo que giraba como un maelstrom en torno al eje terráqueo. Y no nos olvidemos de las insidiosas constelaciones: «El hostil Toro, las fauces del León, las pinzas del Escorpión y las del Cangrejo…».

Y eso que el carro era de garantía. Lo había fabricado Hefesto, ni más ni menos: «El eje era de oro, de oro eran la lanza y los discos de las ruedas, y los radios eran de plata; en el yugo, los topacios y las gemas dispuestas en filas devolvían el brillante reflejo de Febo», nos explica Ovidio. Las Horas eran las palafreneras: «Traen de los altos pesebres a los caballos que escupen fuego, saciados de jugo de ambrosía».
Hay quien dice que la ambrosía y el maná eran alucinógenos
La ambrosía era el alimento de los dioses. A la «deliciosa» ambrosía se le atribuían propiedades psicotrópicas. Por eso, algunos autores la identifican con la amanita muscaria, el hongo de los aquelarres; también la asocian con el maná bíblico. Junto con el néctar, garantizaban la inmortalidad de los dioses, pues entre sus componentes estaba el icor, la sangre divina y eterna.
Los corceles inmortales de la cuadriga del dios del Sol tenían nombre para que Helio pudiera conducirlos, animarlos y, desde luego, frenarlos. Uno era Piroente, «fogoso»; otro, Eoos, «de la Aurora»; un tercero, Eton, «llameante», y el cuarto, Flegonte, «ardiente». Cuatro nobles brutos difíciles de controlar, «enardecidos por las llamas que llevan en el pecho y que exhalan por las bocas y los ollares».
«Enloquecido por un helado terror, Faetón suelta las riendas».
En descargo de Helio, quiso convencer a Faetón de que le pidiera otro deseo. Mas su caprichoso retoño, erre que erre, no se bajó del burro. Meneando la cabeza, Helio consintió, y todo para confirmar lo imprudente de su precipitada respuesta. No bien se subió el bisoño auriga al vehículo, las flamígeras bestias «llenan los aires de sus relinchos de fuego, golpean con las manos las barreras […] se precipitan en tromba y, batiendo sus patas en el aire, desgarran las nubes que se les oponen».
De lo primero que se dan cuenta es de que la mano que sujeta las riendas no es la de Helio. Así que Piroente, Eoos, Eton y Flegonte se desbocan y corren a su antojo por el alto cielo y la desamparada Tierra. En consecuencia, «enloquecido por un helado terror», Faetón los suelta.
El insensato Faetón estuvo a punto de abrasar a sus divinos tíos
El resultado nefasto del capricho de Faetonte fue un trágico antecedente mítico del calentamiento global: «Las nubes abrasadas se disipan en humo. Las regiones más elevadas se incendian; se raja la corteza terrestre y la tierra se deseca, privada de sus jugos. Se vuelven ceniza los pastos, arden los árboles con sus hojas y las áridas mieses ofrecen combustible para su propia ruina».
Sin embargo, Ovidio estima que tales desastres fueron la parte más leve de la catástrofe. «De pequeños daños me estoy lamentando; perecen ciudades con sus murallas, y los incendios convierten en ceniza naciones enteras […] fue entonces cuando los pueblos etíopes adquirieron el color negro, al ser atraída la sangre a la epidermis; entonces se hizo árida la Libia [África del Norte]. El Nilo, aterrorizado, huyo a los confines del orbe y ocultó allí la cabeza, que aún permanece escondida». Se refiere, claro, a las misteriosas fuentes del Padre de Egipto.
La diosa madre Gea, carbonizada, le reprocha a Júpiter su pasividad
El apocalipsis alcanza los abismos abisales e infernales: «Por las hendiduras del suelo reseco penetra la luz hasta el Tártaro y espanta al rey del mundo subterráneo y a su esposa […] Tres veces se atrevió Neptuno a sacar del agua sus brazos y su rostro amenazador; tres veces no pudo soportar los fuegos del aire».
«Ve entonces Faetón el mundo incendiado; no soporta tan enorme calor, respira brisas hirvientes como si salieran del fondo de un horno, y advierte que su carro está al rojo blanco». La propia Gea, arrasada y con la garganta en carne viva, le reprocha a Júpiter su pasividad.

Pero el Padre Olímpico «no tenía ni nubes con las que dar sombra a la tierra ni lluvias que enviar». Blande entonces «el rayo junto a su oreja derecha y lo lanza contra el auriga, a quien arranca a la vez de la vida y del carro; con destructor fuego detuvo el fuego». La cuadriga se hace añicos, los caballos salen de estampida y Faetón se precipita como una estrella fugaz.
Transido de dolor y resentido con Júpiter, el Sol se negó a salir
Helio, transido de dolor, se niega a conducir su carro: «Harto estoy de mis fatigas sin término ni recompensa». En principio, los dioses respetan su duelo, pues las llamas iluminan el mundo. Pero cuando las tinieblas amenazan con cubrirlo todo, Zeus le pide disculpas por haber lanzado sus rayos contra Faetón. Solo entonces se aviene Helio a recuperar sus caballos, a los que castiga, «resentido, con la aguijada y el látigo; está, en efecto, furioso, y les reprocha e imputa la muerte de su hijo». Helio, cruel e insensato, se niega a reconocer que, en realidad, toda la culpa es suya y no de Piroente, Eoos, Eton y Flegonte. Zeus, por su parte, se aprestó a reverdecer la Tierra y comenzó por la Arcadia, su cuna y el símbolo de mejores tiempos.
La insensatez de Faetón inspiró a otro mozalbete soberbio
El auriga se estrelló cerca del río Erídano, en Italia; las náyades erídanas levantaron un túmulo y le dedicaron este epitafio: «Aquí yace Faetón, cochero del carro de su padre; si no fue capaz de gobernarlo, al menos cayó víctima de grandiosa audacia». ¡Pues vaya!, así que dando alas a otro mozalbete insensato, ¿eh? No tardaría Ícaro en pecar de lo mismo. De hýbris, la soberbia y desmesura humanas que tanto aborrecían los dioses griegos.

En cuanto a Helio, fue largamente adorado en Roma en su forma de Sol Invicto. Y alcanzó el estatus de dios supremo con el emperador Heliogábalo (218-222). Entre el 270 y el 275, Aureliano pretendió convertirlo en el único dios del imperio. Constantino I (306-337), el mismo que aupó el cristianismo a religión imperial, fue un devoto del Sol. Y Juliano (361-363), el último de los emperadores paganos, lo adoró sin admitir competidores. Fue Teodosio (379-375) quien prohibió su culto dentro de su enconada represión contra el panteón clásico. Hoy lo seguimos festejando sin conciencia de ello, pues los romanos lo honraban cada 25 de diciembre.

A Faetón también lo encontramos en el nombre de un carruaje descubierto de cuatro ruedas. Es protagonista en las celebraciones hípicas andaluzas, sobre todo en Jerez. Allí no faltan los rayos de Helio ni en el cielo ni en una copa de fino ni en los corazones.
¿Quieres que te lleve en faetón? Sube y acompáñame por los pasajes más entretenidos de la mitología grecorromana en mi última obra, el ensayo titulado ¿Nos hacemos unos griegos? (LGTBI en el Olimpo y su vecindario). Si quieres conocerla, pincha aquí: