Hoy vamos a conocer el extreme, pero muy extreme, make over del pavo real. Porque el ave que simboliza la vanidad no siempre fue tan bella. Nos ayudará en este reto una vaca, la enésima muesca en el cabecero de Júpiter, para escarnio y furia de la romana Juno, llamada Hera por los griegos (no sé por qué te digo esto, si ya lo sabes).
En el mito de Ío y Argos aparece por primera vez el Gran Hermano Clic para tuitear

Hera fue la primera dama del Olimpo, aunque no la primera esposa, del señor del trueno y el rayo. Hesíodo, el genealogista de los dioses, nos habla de seis anteriores: Metis, Temis, Eurínome, Deméter, Mnemósine y Leto. Hera alumbró a la juvenil Hebe, al marcial Ares y a la partera Ilitía. Protegía el matrimonio y la fidelidad conyugal; quizá porque su esposo fue un adúltero de proporciones olímpicas. Lo puedes comprobar en esta entrada dedicada a Mística. De ahí que Juno, despechada, pariese a Hefesto por partenogénesis. Con tales antecedentes, no te extrañe que a menudo la pinten como celosa y vengativa.
¿Y qué tienen que ver una hermosa vaca y un vulgar pavo real?
Juno tuvo tres mascotas: una vaca, un cuclillo y un pavo real. Si has leído la entrada de Mística, ya conocerás la historia del cuco que anidó en regazo ajeno. Pero ahora nos centraremos en los otros dos atributos de la reina del Olimpo, que van ligados.
Homero llama a la futura Juno «diosa de ojos de novilla», pero la vaca que se convirtió en uno de sus símbolos se la regaló su marido. Eso sí, muy a regañadientes. Y es que esa res, de hermosas ubres, cuernos marfileños y pestañas como toldos sevillanos, había sido antes una bellísima sacerdotisa, Io. Para más inri, sacerdotisa de Hera.
El caso es que Zeus se enamoró de ella, ¡cómo no! Pero la doncella lo rechazó y puso pies en polvorosa. Para hacerse con su virginidad, como se había hecho con la de otras diosas y mortales, el «que amontona las nubes» lo cubrió todo con una densa bruma. Tan densa e inoportuna que llamó la atención de su esposa.
Así nos lo cuenta Ovidio en sus Metamorfosis: «[Juno] conocía bien las tretas de su marido, al que tantas veces había sorprendido ya. Y cuando no pudo encontrarlo en el cielo, dijo: «O me equivoco, o estoy siendo traicionada»».
En consecuencia, Juno abandonó su broncínea morada, bajó a la Tierra y disipó la niebla. ¿Y qué se encontró? Pues a una novilla de póster de oficina de turismo suiza en medio de una pradera argiva. Sospechoso, porque la Argólida, escenario de la brumosa seducción, era un territorio del árido Peloponeso, ideal para criar robustos caballitos y cabras, pero no vacas. «Aun así era bella», nos confiesa sin rubor Ovidio.

Con la mosca detrás de la oreja, la primera dama olímpica le pide a su marido que se la regale. Ovidio describe los apuros de Zeus: «¿Qué hacer? Cruel sería entregar a su amada, pero no hacerlo sería sospechoso. El pudor lo impulsa hacia lo primero, pero el amor se lo impide. Y el amor habría vencido, pero si le negase la vaca, un regalo tan insignificante, a su hermana y compañera de lecho, se habría podido entender que no era una vaca». Así que no le quedó otra que entregársela. Diría que con todo el dolor de su corazón, pero Zeus no usaba de ninguna de las dos cosas.
Lejos de confiarse, Hera le encomendó la novilla a un guardián infalible: Argo. Este gigante tenía cien ojos y, por ello, un apodo: Panoptes («todo ojos»). La arquitectura carcelaria llamada panóptica tiene en él su etimología. También el sistema de grabación del reality Gran Hermano, con un control central y múltiples cámaras. O los anónimos sistemas de control y vigilancia social, denunciados por Orwell.
Argo fue un arcaico candidato al burnt out profesional, un quemao

Así dibuja Ovidio al que todo lo veía: «Cien ojos tenía Argo en la cabeza. Descansaban por turnos, de dos en dos». Decir que el guardián «descansaba» era una forma de hablar: «Se pusiera como se pusiera, siempre miraba a Io; la tenía ante sus ojos aunque estuviera de espaldas». Como para acabar quemao, aunque no fue así como le cerraron todos sus ojos pzra siempre.
En la hydria ateniense del siglo V a. C. que tenemos a la izquierda vemos los ojos de Argo repartidos a lo largo del cuerpo. Va cubierto con la piel de un toro que asolaba Arcadia y al que dio muerte. También mató a la monstruosa Equidna, mezcla de mujer y serpiente.
El caso es que la pobre novilla que una vez fue una bella ninfa no lo estaba pasando bien. Rumiaba de «amargos pastos», abrevaba en «arroyos fangosos» y, atada a un basto ronzal, no siempre dormía sobre paja, nos cuenta el poeta romano.
Esto era lo habitual en aquellos tiempo míticos: los mortales pagaban en su cabeza los pecados y caprichos de los dioses, ajenos a toda ley que no fuera la suya. Quizás con una excepción: el destino que las Moiras tejían y, finalmente, cortaban. Ni los inmortales eran del todo inmunes a Las Hermanas.
Zeus contaba con un arma secreta: su hijo, el taimado Hermes
Incapaz de soportar el tormento de su amada, Zeus hizo comparecer a Hermes, su hijo y heraldo: «¡Mensajero, mata al guardián!», pudo ser la perentoria orden. El futuro Mercurio se calzó las sandalias aladas, se caló el pétaso de los viajeros y empuñó el somnífero caduceo.
Como dios de los ladrones, fue apañando una cabra aquí y otra allá hasta que reunió un rebaño. Sacó entonces la siringe pastoril inventada por Pan y empezó a tocarla. Cautivado por los bucólicos sones, Argo invitó a Hermes a sentarse con él a la sombra mientras sus cabras (que no eran suyas) pastaban. El dios de los comerciantes, los cacos y los periodistas le fue contando al guardián leyendas sazonadas con las hipnóticas melodías de la escalonada flauta. Así pretendía que se durmiera: «Pero el otro lucha por vencer el dulce sueño. Y aunque el sopor se apodera de una parte de sus ojos, la otra sigue en guardia».
Como un flautista de Hamelín, Mercurio encanta a Argo
Al final, el gigante cierra sus cien ojos, narcotizado por los cuentos y la música del dios. Mercurio lo remata acariciándole los doscientos párpados con el caduceo que amodorra. Vencido el guardián con la complicidad de Hipnos, deidad primordial del sueño, Hermes desenfunda una sica y lo degüella como a un cordero.

La sica era una espada tracia, corta, curva y afilada en el interior, origen etimológico de la palabra «sicario». La usaban los gladiadores llamados tracios y los zelotes judíos, los nacionalistas fanáticos que lucharon contra Roma.
La rencorosa Juno premió a Argo para siempre, ¿quién lo diría?
Y este es el canto fúnebre de Ovidio a la muerte del gigante: «Yaces muerto, Argo, y toda la luz que había en tus pupilas está ahora apagada. Una misma oscuridad reina ahora sobre tus cien ojos». Conociendo a Hera, no sería de extrañar que condenara a su vigilante a pasar la eternidad en el Tártaro, por haberle fallado. Pues no…
La rencorosa Hera se apiadó del ánima del gigante y le reservó un lugar de honor en el cuerpo de su principal mascota. Así alcanzaría una eternidad mucho más benigna, por lo menos mientras quedasen pavos reales sobre la faz de Gea. Hasta ese día, el pavo real había destacado entre las aves por el azul cobalto de su cuerpo, pero la cola, espectacular en tamaño, no era más que un abanico ceniciento. Juno tomó la hecatombe de ojos del gigante sacrificado y la prendió en las plumas de su ave, «llenando su cola de gemas centelleantes».
¿Y cuál fue el destino de la pobre ternera amante de Zeus?

Para ser exactos, la matrona olímpica le entregó los iris de Argo al pavo macho. Porque esta especie es de un acentuado dimorfismo, con la hembra más parecida al ave original. Históricamente, se dice que fue Alejandro Magno el que importó el pavo real de la India. Y que lo aclimató en Persia y los romanos lo trajeron a Europa. Sin embargo, ya era conocido en la Grecia clásica, y como muestra, el que fuese, desde muy pronto, uno de los atributos de Hera.
¿Y qué pasó con Io? Lo mismo que con otras amantes desafortunadas de Zeus: le tocó sufrir. Ya sabemos que la venganza de Hera no tenía medida, como sus celos. A Ío le mandó un tábano divino que la mortificó hasta que la pobre vaca terminó en Egipto. Zeus le devolvió su forma humana y ella tomó los atributos de Isis. El hijo que tuvo del semental olímpico, Épafo, fue el ancestro de egipcios y etíopes. Pero el odio de Hera lo alcanzó por medio de los titanes: la diosa les ordenó que devorasen al hijo de Io. Los egipcios lo deificaron en la forma del buey Apis y así todo quedó en el rebaño…

¿Quieres conocer algunos dimes y diretes, chismes y comidillas del Olimpo? Juno/Hera también tiene los suyos. Te los cuento en mi última obra, el ensayo titulado ¿Nos hacemos unos griegos? (LGTBI en el Olimpo y su vecindario). Si quieres conocerla, pincha aquí:
Rosa Berros Canuria
Nunca me han gustado mucho los pavos reales. Me resultan un tanto kitsch. Ideales para una película de Bollywood. No me extraña que proceda de la India.
Lo que sí me gustan son tus historias. La verdad es que redactadas en un determinado estilo y cambiando nombres podrían pasar por cotilleos de patio de corrala.
Menos mal que la gente que os ocupáis de escribir sobre mitología lo hacéis con un estilo y un gusto para nada sospechosos de tal cosa.
Un beso.
José Juan Picos
Pues a mí me gustan por ser kitsch, mira tú; me recuerdan, más bien, el art decó.
No lo dudes, muchos de los mitos parecen culebrones; ten en cuenta que buena parte de lo que llamamos «mitos» son leyendas, cuentos y fábulas que tenían tanto ánimo de preservar tradiciones como de entretener. Hace tiempo publiqué un e-book titulado «Sálvame: la telebasura como autoayuda» que comparaba a Jorge Javier Vázquez con Dioniso y a sus colaboradores con el «tíaso», el cortejo báquico. Y la comparación salía, no vayas a creer.
Muchas gracias por tu comentario, Rosa.
Un beso.