¿De dónde viene la manoseada palabra «sibarita»? Pues viene de Síbaris, una de las ciudades más importantes de la Magna Grecia. Así llamaron los romanos a una reunión de colonias griegas en el sur de Italia y en Sicilia que ya eran prósperas cuando Rómulo mandaba sobre una partida de forajidos.
Los sibaritas, de tan quisquillosos, llegaron a prohibir el yunque de los crucigramas Clic para tuitear

¿Y por qué fueron los romanos quienes bautizaron ese territorio? Pues porque los colonos griegos se llevaron a la Península Itálica el espíritu independiente, irreductible, de las ciudades-Estado helenas. De ahí que no formasen una comunidad, salvo en el idioma y la religión. En cuanto tenían oportunidad, se mostraban unas a otras lo hostiles que podían ser.
Eso no quita de que se aliaran cuando les convenía, claro, como hicieron los sibaritas con Crotona y Metaponto. Así establecieron su territorio. Dicho esto, si Roma recibió su nombre de Rómulo, a Síbaris la bautizó un monstruo mitológico, una vampira de gustos tan exquisitos como los sibaritas. Y es que no se llevaba a los colmillos nada que no estuviera fresco y tierno.

Cerca del santuario de Delfos, en la Fócida, se abría la caverna de un monstruo. Era una vampira llamada Lamia. No nació monstruosa, sino bellísima, es decir, marcada por el Hado. Por eso, Zeus la sedujo y la dejó preñada. Pero la celosa y rencorosa reina del Olimpo, Hera, le arrancó el crío de las entrañas y la volvió loca de dolor. Además, convirtió sus piernas en una cola de serpiente y le metió en la boca la dentadura de un tiburón.
Para que nunca tuviera descanso, la consorte divina le arrancó los párpados. Pero el adúltero Zeus le concedió la facultad de quitarse los ojos para poder dormir. ¡A buenas horas! Así que a Lamia le sobraban motivos para convertirse en una chupasangres resentida. De ahí que hiciera sufrir a otras madres acosando a sus bebés y llevándoselos para exanguinarlos.
La vampira Síbaris, una comeniños sibarita y patrona de los amantes del lujo
Los lugareños estaban aterrorizados, claro. Para aplacarla, los sacerdotes de Apolo le ofrecían en sacrificio los bocados más exquisitos de su efebía. Hasta que le tocó el turno al hermoso Alcioneo. Un infausto día, la víctima propiciatoria se dirigía, desnuda, aceitada, perfumada y coronada con laurel, hacia su sangriento destino. Pero un mozo mayor, Euríbato, enamorado hasta las trancas, le dio el alto a la funesta comitiva. Ni corto ni perezoso, se ofreció a morir en lugar de su amado, aunque ya no estuviera tan tierno.
Como Medusa, Síbaris, la vampira comeniños, sufrió el capricho divino
Alcioneo le dio las gracias, pero declinó. «Mira, guapetón, no digo yo que sea culpa tuya, que seguramente sí, pero es que no me molas nada, ¿lo pillas?» (más o menos). Hay que tener en cuenta que los guaperas de Delfos eran insoportables. Y no solo porque Apolo fuera su patrón, sino porque en su ciudad se hallaba el ónfalos, «ombligo del mundo». ¡Qué digo del mundo, del Universo!
Arrebatado de despecho, Euríbato echó a correr hacia la gruta y los sacerdotes apolíneos salieron en la dirección contraria, con las túnicas remangadas y las canillas al aire, como los curas futboleros de antes. ¡A ver quién tenía los santos suspensorios de explicárselo a la vampira! Pero el héroe entró en el cubil, sacó a Lamia por el cuello, la tiró por un despeñadero y ella solita se estrelló contra unas rocas. Allí donde la chupasangres cayó, manó una fuente que los agradecidos paisanos llamaron Síbaris.

Cuando colonos focences llegaron a Italia, llamaron así a su flamante colonia. Puede que entre ellos hubiera locrios, vecinos suyos y paisanos del bravo Euríbato. Y, aquí, la pieza mitológica no encaja del todo con la histórica. Porque otros autores dicen que Síbaris fue fundada en el siglo VIII a. C. por colonos aqueos, de Acaya, y argivos, de Argólida, territorios del norte del Peloponeso. Bueno, baste saber que hablamos del período en el que se inicia la colonización griega del Mediterráneo.
El nuevo enclave, en la orilla occidental del Golfo de Tarento, hoy Calabria, ofrecía las mejores condiciones de vida. Hablamos de una llanura pantanosa, pero muy fértil, atravesada por los ríos Cratis, Esaro y Síbaris (hoy Coscile). El resultado, trigales y vides en la planicie y ovejas, cabras, colmenas y madera en los cerros de alrededor. Además, podían extraer betún y plata. Pero fue otra la causa de que aquel emporio se convirtiera en un reino de Midas.
Los mercaderes sibaritas se hicieron con la exclusiva de la importación de púrpura de Mileto, en Asia Menor. Hablamos de un tinte que se extraía de un molusco, el múrice, y que fue exclusivo de la realeza y la aristocracia. La cosecha era muy pequeña para la enorme inversión en capturas y tiempo, de ahí su coste. Una vez en Italia, se lo vendían a los etruscos, dueños del Mar Tirreno y sibaritas antes de Síbaris.

Para comerciar con los etruscos, Síbaris estableció otra colonia en la costa tirrena. La bautizaron como Posidonia. Es la que los romanos llamaron después Paestum. Los sibaritas, claro está, abrieron una ruta por tierra entre su ciudad madre y la franquicia.
Así evitaban los mil y un peligros del Estrecho de Mesina. No solo los accidentes geográficos y la piratería, sino también otras monstruas: Escila y Caribdis. Y no solo ellos, sino también los mercaderes del Mediterráneo oriental que planeasen alcanzar la costa occidental de la Península Itálica. En consecuencia, Síbaris y Posidonia se convirtieron en aduanas del comercio grecolatino.

Síbaris se convirtió en una urbanización de nuevos ricos, o cuñaos
Los sibaritas delegaron los trabajos más pesados en los habitantes de otras ciudades con las que comerciaban o que dominaban. Y, según los historiadores romanos, en la enorme cantidad de inmigrantes que aceptaron en su polis. Bueno, más bien, extramuros. Porque, tan exquisitos ellos, prohibieron que hasta los plateros abrieran tienda en Síbaris. Y es que hacían «demasiado ruido» con el tintineo de esos diminutos yunques llamados tas que, cada dos por tres, aparecen en los crucigramas.
No hablaremos de cuán prohibidas estaban las herrerías, las carpinterías y las tabernas. Hasta los gallos, por si los despertaban a deshoras. Importaban toda su despensa, pues les resultaba agotador ver trabajar a los agricultores. ¡Qué ordinariez!, con todo ese sudor y las uñas sucias.
Por lo mismo, unos canales conducían el vino desde las viñas hasta los palacetes. Palacetes que se convertían en un infierno de insomnes si un solo pétalo de los lechos de rosas en que dormían se arrugaba y se les clavaba en la piel.
Juran que un aristócrata sibarita contrató a un afamado cocinero con la condición de que le sirviera, todos los días, un plato y un vino distintos. Si no cumplía, lo mandaba azotar. Y una dama sibarita se hacía servir la comida con pinzas de cigala hervidas; por la noche, mandaba que le calentaran la cama con «calor de doncella».
Los sibaritas inventaron los orinales y los fichajes millonarios
También se les atribuye el invento del orinal. Así no tendrían que levantarse de sus triclinios durante los banquetes, los muy helénicos simposio. Ese colmo de la decadencia no tuvo parangón hasta el siglo XVIII. En 1762, el conde de Sandwich inventó los emparedados que llevan su apellido para no levantarse durante sus timbas maratonianas.
Como ya te conté en otra entrada, un sibarita hizo turismo por Esparta. Ya eran ganas de emociones fuertes, como inscribirse en un concurso de estornudos en plena pandemia. Pues aquel viajero probó el caldo negro de los hoplitas lacedemonios y entendió que, comiendo aquel plato infame, sintieran tanto gusto por la muerte.
Como veremos más adelante, los enemigos de Síbaris la arrasaron y no nos dejaron fuentes de primera mano. Así que hemos de fiarnos de los testimonios romanos. Diodoro Sículo (s. I a. C.) sentenció así a los sibaritas: «amantes del lujo y esclavos de su vientre». Todos los extremos anteriores son muy entretenidos de leer, es verdad, pero no debemos creerlos a pies juntillas. No hemos salido de la bruma de las leyendas. Y lo que viene es otra muestra.
Síbaris no acudía a los juegos que se celebraban por toda la Hélade, ni siquiera a los Olímpicos. Mandaban agentes a fichar estrellas del atletismo y organizaban sus propios eventos. Para un sibarita, como en casa, en ningún sitio. Muchos ancianos de la colonia se ufanaban de no haber cruzado jamás los puentes sobre los ríos que servían de frontera a la ciudad. Algo parecido les pasa hoy a los neoyorquinos, que llaman bridges and tunnels a quienes no viven en la mismísima Manhattan. Como los sibaritas, muchos alardean de no haber pasado al continente por esos puentes y túneles.
A sus fichajes deportivos, los potentados sibaritas les pagaban con monedas de plata muy características. Recuerdan a los moldes de plastilina infantiles. El motivo se imprimía por el reverso y resaltaba por el anverso.
Por una especie de justicia olímpica, fue un atleta quien destruyó la exquisita polis. Al organizar sus propios juegos, los sibaritas ofendían a los dioses protectores de los juegos panhelénicos. Los Olímpicos y Nemeos eran en honor a Zeus; los ístmicos, a Poseidón, y los Píticos, a Apolo. Aquel atleta acabó con Síbaris en el siglo VI a. C., pero con la complicidad de su cacareada molicie. En realidad, de una parte de ella: el desproporcionado amor sibarita por la hípica.

Las cuadras sibaritas se importaban de Tesalia, Capadocia y Partia. Al desembarcar, los mayorales separaban los ejemplares de carga y los de trabajo. Luego seleccionaban los de caza y pesca, pues tiraban de las redes en el Golfo de Tarento. Hoy se sigue haciendo en Bélgica, donde la pesca de camarones con caballos tiene la calificación de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco. Al final, elegían a los corceles militares.
A estos los hacían ayunar varios días. Luego conducían a los supervivientes hasta el agua y la comida, pero al galope. Los tres primeros que no reventasen entraban en la caballería. Los bañaban como a novias, les cardaban las crines con peines de marfil y se las trenzaban con hilos de oro. Y, para remate, les enseñaban a bailar. Esas coreografías se convirtieron en un espectáculo famoso en todo el Mediterráneo.
Los caballos bailarines borraron a Síbaris de la Historia

Pero, a finales del VI a. C., hubo una revolución en Síbaris. Su plutocracia se convirtió en una demagogia alrededor del año 510. Según Aristóteles, esta era la forma degenerada y corrupta de la democracia, ya que conducía a la tiranía de la plebe.
Pues un líder plebeyo, un demagogo, se hizo con el poder y confiscó las propiedades de las quinientas familias más ricas de la ciudad-Estado. Y muchos se refugiaron en la ciudad sureña, y antigua aliada, de Crotona, fundada también por colonos aqueos.
La ocasión la pintan calva, pensaron los crotoniatas. Los muy ladinos declararon la guerra a los sibaritas bajo el mando de una estrella deportiva de la época. Ese atleta, verdugo de Síbaris, era Milón de Crotona. En su palmarés relucían seis Juegos Olímpicos, amén de laureles en Píticos, Ístmicos y Nemeos. Por si fuera poco, se casó con la filósofa Myia, hija de Pitágoras.

Los nobles de Síbaris aparecieron en batalla sobre sus caballos danzarines, pero acompañados por infantería mercenaria: hoplitas griegos, arqueros asiáticos, honderos baleáricos… Naturalmente, los sibaritas de buena cuna no combatían a pie.
Por su parte, los crotoniatas llevaron bandas de música al campo de batalla. Cuando la caballería sibarita cargó, el aire se llenó de notas de flautas, címbalos y crótalos. ¿Y qué pasó? Pues que los caballos de Síbaris rompieron a bailar. Y causaron tal confusión en sus propias filas que el enemigo se encontró con la faena medio hecha. ¡Y menuda faena!
Una vez destrozada la caballería de élite y puestos en fuga los mercenarios, las falanges de Crotona se cebaron con la polis. Los crotoniatas desviaron el curso del río Cratis para que anegase la ciudad-Estado que los míticos descendientes de Euríbato ayudaron a fundar. Y Síbaris desapareció del mapa por un pecado que llenaba el Tártaro. Allí caían los reos de impiedad, desmesura, desproporción y soberbia. Quienes pecaban de hybris. Los dioses los castigaron por querer parecerse a ellos y por despreciarlos.
Síbaris renació un siglo más tarde. Pericles (495-429 a. C.) planeó fundar una ciudad panhelénica. Su utopía. Y se fijó en las ruinas de Síbaris. Pero la construyó a poca distancia y la repobló con sibaritas y colonos helenos. Se llamó Turios. Contó para ello con un trío imponente: el arquitecto Hipódamo de Mileto; el sofista Protágoras, como legislador, y el Padre de la Historia, Heródoto. El primero dio nombre al «plan hipodámico», la planificación urbana en retícula.
Pero los soberbios refugiados sibaritas se enfrentaron sus aliados griegos y acabaron desterrados. Turios se convirtió en un santuario para refugiados de toda Grecia; uno de ellos fue Alcíbiades, el tornadizo político ateniense.
Lo que hoy queda de Síbaris es una palabra a medio camino entre la admiración y algo de tedio por tanto rascanalgas fanfarrón que come y paga según lo que le cuentan en los suplementos dominicales. Un sibarita. Quedan dos meses para Navidad; verás como, junto al turrón, encuentras alguno en tu mesa…