La culpa de que el padre de Odiseo, que no fue Laertes, sino Homero, aparezca en esta entrada en condición de barista y no de aedo no es mía. La culpa es de Álvaro Cunqueiro. «¡Anda y vete a pellizcar mármoles!», podrá soltarme algún lector escandalizado. Y yo le responderé que me envía a tan extenuante tarea sin razón. Porque si alguien tendría que ir a pellizcarlos no soy yo, sino Cunqueiro (¡que las Musas lo tengan en su mullido seno!). Y voy a demostrarlo…

¿Que Homero menciona el café en la Odisea? ¡Pero qué barbaridad! Clic para tuitear

Ahí va lo que el fabulador gallego, reconocido sibarita, puso por escrito en su colección de artículos La cocina cristiana de Occidente. Hablo de un capítulo que se titula «Historia del café» y que, nada más comenzar, dice así: «Quizás Helena servía café a Telémaco, pues la Odisea nos enseña que la hermosísima recibía de la egipcia Plydama una planta maravillosa que «alejaba del corazón la tristeza, la ira y hacía olvidar»». ¿Y no es eso lo que, a veces, buscamos en una tacita de café, un alivio, un empujoncito?

Cunqueiro, que viene de «cunca», que es «taza» en castellano, que es lo que se está bebiendo el aedo galaico. ¿Será nepentés? Sí, pero de Ribeiro.

Se refiere el autor de Las mocedades de Ulises a unos versos del Canto IV de la obra inmortal de Homero, aquellos que van del 220 al 231:

Y en el vino que estaban bebiendo les puso una droga,

gran remedio de hiel y dolores y alivio de males;

beberíalo cualquiera disuelto en colmada vasija

y quedara por todo aquel día curado de llantos

aunque en él le acaeciera perder a su padre y su madre

o cayera el hermano o el hijo querido delante

de sus ojos, herido de muerte por bronce enemigo.

La nacida de Zeus guardaba estos sabios remedios:

se los dio Polidamna, la esposa de Ton el de Egipto,

el país donde el suelo fecundo produce más drogas

cuyas mezclas sin fin son mortales las unas,

las otras saludables […]

La «nacida de Zeus» no es otra que la bellísima Helena de Esparta, ruina de Ilión, engendrada en Leda por el Prepotente Cronión, trocado y trucado en cisne. En una entrada anterior te hablé del arsenal metamórfico del Padre de dioses y mortales, desde la hormiga que preñó a Eurimedusa hasta el cuco que violó a Hera.

También mencioné en ese artículo que la bellísima espartana nunca estuvo en Troya. Y tampoco es que lo diga yo: lo afirma el poeta lírico Tisias de Himera (630-555 a. C.), más conocido por el apodo Estesícoro, «maestro del coro». Me estoy quedando a gusto señalando poetas a diestra y siniestra.

«Helena reconoce a Telémaco», J. J. Lagrenée (1795).

El caso es que cuando Telémaco, hijo de Odiseo, arribó a Esparta en busca de noticias sobre su extraviado padre, sabía algo que Homero nos escamoteó en la Ilíada: Helena nunca estuvo en Troya. Cuando los aqueos levaron anclas para sitiar y saquear el reino de Príamo, Hermes, el mensajero del Olimpo, hizo honor a su fama de tramposo. Se llevó a la rubia «cuya figura causa erección en los hombres» a Egipto, donde pasó los diez años de la guerra. Y allí, entre hechiceras, magos y embalsamadores, aprendió saberes inefables. El aedo Homero, el ciego y proverbial cantor épico, lo desvela en la Odisea: al regresar a Esparta, Menelao recaló en Egipto, seguramente para recoger a su esposa.

Zeus y Hera modelaban nubes para engañar a sus enemigos

¿Y, entonces, a quién raptó Paris? Pues le dieron gato por liebre. Dice Tisias que Paris raptó una nube con las formas de Helena, quizá una néfele, una voluble ninfa de las nubes. Pero fue Hera la que ideó aquel ardid, resentida porque el troyano le concedió a Afrodita la manzana de oro de Eris.

Mucho antes, Zeus empleó el mismo truco para engañar a Ixión, que pretendía violar a Hera. El Padre Olímpico lo condenó al Tártaro, donde gira eternamente atado a una rueda ígnea. Lo acompañan Tántalo con los frutos y el agua que escapan de su boca; Sísifo con su roca puñetera, y las cuarenta y nueve danaides que mataron a sus primos en la noche de bodas. La condena de las esposas asesinas es rellenar inútilmente y para siempre un barreño con agua lustral, en alusión al baño purificador de las nupcias griegas.

En realidad, lo que Tisias Estesícoro pretendía era desdecirse de unos versos anteriores en los que culpó a Helena de la destrucción de Troya. Para congraciarse con Esparta, patria de la heroína, inventó la fábula de la reina refugiada en Egipto. En cuanto a Polidamna, se trata de la consorte de un faraón mítico, Ton.

A ver, vamos despacito, que igual nos estamos amontonando. Es lo que tienen los mitos, que son como las cerezas: tiras de una y trae media docena enganchada.

¿Que no cuela por mucho que me adorne?, ¿que el café no aparece en la Odisea? ¿Y que cómo se va a tomar con vino, como si fuera un kalimotxo con el antirresacas incluido? Bueno, disculpa si le doy algún crédito al inventivo Cunqueiro por sugerir que ese brebaje se tomaba ya en el siglo XIII a. C.. Pero es que, veintiún siglos después, a Federico el Grande, rey de Prusia, le preparaban jarras de café infundido en champán. Pregúntale a Voltaire, que pasó unas temporadas en su palacio.

Homero hacía un café que quitaba el sentío... Clic para tuitear

Cuando el hijo de Odiseo es recibido por el rey Menelao, la rescatada reina Helena le ofrece nepentés, un genérico que significa «en ausencia de dolor». Es lo que Homero describe como «gran remedio de hiel y dolores y alivio de males». ¿Pero a quién se le ocurrió que aquel consuelo preparado por la heroína espartana era ébano líquido y no opio? Porque Thomas de Quincey (1785-1859) aseguraba que Telémaco bebió una destilación de la planta de Morfeo, la clemente savia de la adormidera. Algo sabría de tales alivios el ilustre comedor de opio inglés.

Un aventurero del Barroco dio fe del nepentés homérico

Conozcamos ahora a un aventurero romano del Seicento, Pietro Della Valle. Este buscavidas con lustre intelectual aseguró haber tomado una mixtura de café y vino en sus viajes a lo largo y ancho del Cercano Oriente. ¿La bebió en una kahve kane de Constantinopla?, ¿en un cafetín de Alepo?, ¿en el bazar Jan el-Jalili de El Cairo?… De primeras, lo más grande del asunto es que se la sirvieran en tierra de creyentes, que juran sobre el Corán que no catan el alcohol. Pero la cosa fue así…

Pietro Della Valle (1586-1652).

Resulta que Della Valle se había casado en Levante con una bella heredera circasiana. A toda costa, ella quería que Pietro le hiciera un hijo, pero, con tanto ir de la ceca a la meca, el viajero no era capaz de plantarle una semilla que echase raíces.

Para animarlo, la asiática le contó que en aquellas tierras levantinas usaban como tónico el café con vino. Al itálico se le atragantó la idea, pero hasta ruedas de molino se habría metido por la gorja cuando la muy tunanta le anunció que el roce conyugal quedaría tutto finito si él no tragaba con el mejunje.

Sí o no, verdad o mentira, el caso es Pietro se lo bebió «como un gorrión del brocal de un pozo» y, ¡oh, milagro!, la circasiana quedó encinta. ¡Para qué más! El bueno de Pietro, que aparte de corsario y vagamundos, también era poeta, habría leído a Homero, claro está. Y ahí mismo concluyó que aquello que lo había hecho padre tenía que ser el nepentés de la Odisea. El mismo que Helena le ofreció a Telemáco en el palacio de Menelao.

Pietro Della Valle quiso ser un adelantado del café en Italia

El viajero, apodado Il Pellegrino, volvió a Italia viudo y solo, pues su mujer murió de malaria y el feto no llegó a madurar. Pero hizo correr su historia, asociada a la poción prodigiosa de Homero. Ladino él, pues pretendía acostumbrar a sus paisanos a tomar café con granos que planeaba importar de Estambul. La oscura poción no había llegado a Occidente, pero cualquier leyenda era buena para introducirla.

¿Sirviendo el homérico nepentés en Constantinopla?

Y es que la Europa del siglo XVII contó, entre otras modas, con una que se llamó Arte de la intoxicación. Por entonces llegaban a Londres, Venecia, Amsterdam y Sevilla un sinfín de flamantes productos exóticos y medicamentosos.

Los europeos les dieron la consideración de especias y, por ellas, cambiaron los gustos del paladar y las ceremonias de consumo. Los caballeros compartían pipas rellenas con tabaco de variados sabores y abrían sus tabaqueras para ofrecerles pulgaradas de rapé a las damas. Se establecieron horarios y ritos para tomar unas tacitas de té, unos platillos de café a la manera turca o unas jicarillas de cacao, bien encajadas en mancerinas de plata y oro.

Pero la especia más rara no fue el café, sino la llamada mummia, que era el polvo de momia, al que se le otorgaba todo tipo de propiedades. Fue tan apreciado en Europa, que los astutos mercaderes egipcios resecaban y pulverizaban cadáveres frescos con los que estafaban a los incautos. ¡Calcula si se intoxicaban los europeos del Barroco!

¿Y quién asoció el café con la sopa negra de los espartanos?

En su Anatomía de la melancolía, el clérigo inglés Robert Burton (1577-1640) vuelve a asociar el café con la Antigua Grecia: «Los turcos tienen una bebida llamada café, que recibe su nombre de un grano tan negro como el hollín, y tan amargo como la bebida negra que se usaba entre los lacedemonios, y que beben a sorbos y tan caliente como puedan resistir».

Y no salimos de Esparta. Esa bebida que menciona Burton no es otra que el caldo negro. La también llamada sopa negra era el símbolo de la frugalidad de los hoplitas laconios. En su receta entraban la carne, la sangre y las vísceras de cerdo cocidas en vinagre. Era la base la comida comunal de los varones lacedemonios, la sisitia. Homero la elevó al rango de banquete en sus versos.

El café hunde sus raíces en lo más profundo de la mitología

Un ciudadano de Síbaris, un sibarita, probó el caldo negro. Tras escupirlo, concluyó que entendía el gusto de los espartanos por la muerte. Si aquel era el máximo placer que se concedían en vida, ¿cómo no iban a ser novios de la Parca? La verdad es que los habitantes de Síbaris, en la Magna Grecia, eran tan refinados que hasta prohibieron los gallos para que no los despertasen de buena mañana.

Banquete en la Magna Grecia. Tumba del nadador. Paestum (Salerno).

Por muy caprichosas que te puedan sonar, hay más asociaciones entre los antiguos griegos y el café. El pellejo maduro y encarnado de la baya del cafeto es el exocarpio. Envuelve una pulpa alimenticia cuyo nivel interior, el pergamino, protege dos semillas gemelas enfrentadas por su cara plana. Así vinieron al mundo los gemelos semidivinos Helena y Pólux. Leda los alumbró envueltos por la cáscara y la clara del huevo que Zeus Cícnico engendró en ella.

Una leyenda le atribuye al café la muerte de Pitágoras

Desde muy antiguo, una versión del culto a los muertos advertía de que las habas encerraban sus almas. Por esta razón, y flatulencias aparte, Pitágoras se las prohibió a sus seguidores. Tanto se exageró la fobia pitagórica a las pobres legumbres, que una leyenda las culpa de su muerte. Dicen que rechazó a Cilón, un aristócrata de Crotona, en su escuela filosófica. Por eso, este le mandó unos sicarios con muy malas intenciones. En su huida, Pitágoras llegó a un campo de habichuelas. Incapaz de atravesarlo, por si pisoteaba el alma de algún antepasado, los asesinos le dieron caza y lo apuñalaron.

El mercader y boticario francés Philippe Sylvestre Dufour (1622-1687) explicó cierta oposición al café en su país por la semejanza entre la legumbre pitagórica y los granos del cafeto. Pero tal aversión no tenía que ver con Pitágoras. A los vinateros franceses les preocupaba al auge del café. Dice Dufour que, por eso, propalaron infundios para dañar a la advenediza bebida.

Así pues, el café hunde sus raíces en la más profundo de la fabulación humana, ya sea histórica o mitológica. Te lo digo y te lo repito: a poco que rasques, verás que todo está en los mitos. Lo último que me resta por decir tras escarbar en las anécdotas de nuestra larguísima biografía común es que…

¡Esto es homérico!

 

Por cierto, en mi última obra, el ensayo titulado ¿Nos hacemos unos griegos? (LGTBI en el Olimpo y su vecindario), no te habló del café (aunque te recomiendo tener a mano una tacita), pero sí de Homero. Si te interesa, pincha aquí:

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