Un juez mete en la cárcel a un rapero rabioso y lo enaltece como mártir de la libertad. ARCO retira un cuadro que llama «presos políticos» a unos presuntos delincuentes y le regala al autor un precio que la obra no vale.
Un alcalde consigue que otro juez secuestre un libro por decir lo que todo el mundo sabe en Galicia y coloca al autor en el número 1 de Amazon
La izquierda Candy Candy pretende timonear nuestras vidas. Nos toman por críos. Clic para tuitear

¿Que qué es eso que todos los gallegos saben? Pues que no habría droga en la calle sin complicidad política y social.
La conservadora de un museo descuelga un cuadro por si le provoca urticaria al feminismo andróctono y nos enteramos de que en Manchester, aparte de dos entrenadores que se odian, tienen museos.
Las autoridades educativas de lugares perdidos de los EE.UU. retiran Las aventuras de Huckleberry Finn y Matar a un ruiseñor por si a Oprah Winfrey le molesta y confirmamos que Trump no ganó las elecciones, sino que las perdió la izquierda pija que no gana para tanto papelillo de fumar con que cogérsela.
Justo cuando Rajoy y su horda entraban a saco en el patrimonio de todos con su insufrible arrogancia, su insólita incultura sobre lo propio y lo ajeno y su fétida codicia, el columnista Hugo Dixon escribió sobre España en The New York Times. Decía que el mayor error del presidente del Gobierno era tratar a los españoles como a niños.
Pues los recientes palmetazos de censura en las manos frías de la libertad demuestran que no es el único. Cuando una autoridad —blanca o negra; masculina o femenina; de izquierdas o de derechas; homosexual o heterosexual; musulmana, calvinista o católica— censura, manda un mensaje obvio para un adulto: «No te concedo autoridad para llevar el timón de tus opiniones y, lo que es peor, de tu vida. Como ciudadano, eres un menor de edad». En conclusión, en cuanto tienen poder, ell@s nos quieren tener como a niñ@s.
Esa es también la brújula de la izquierda Candy Candy, que lloriquea por los rincones y te monta una ficción diaria en las televisiones y en las redes sociales.
Hace unos días, el muy artificioso Risto Meijide le preguntaba a Antonio Escohotado, un filósofo más estupefactado que estupefacto, por el futuro de los jóvenes. Y el artista de la intoxicación le respondió con un «¡Que se las apañen!». ¿Brutal? Como la vida misma. Los retaba a asumir la responsabilidad sobre sus vidas igual que hicieron los que vinieron antes. Risto aparentaba no dar crédito y quiso darle de su propia medicina: «¿Y si acaban en la cuneta, enganchados a la droga?». El otro le soltó: «Pues asunto de ellos».
Lo que bebo, como, pienso y escribo es asunto mío, ¿queda claro?
Pues eso quiero yo, que mis opiniones y gustos sean asunto mío. Dicho esto, todos los censores que abren esta entrada se han equivocado, al menos desde un punto de vista comunicativo. Si alguno de ellos tiene asesor de comunicación, está tardando en presentarle el finiquito.
Por necesidades documentales, me he topado con dos casos que ilustran las parrafadas anteriores. En 1784, el caballero —es un decir— Fleuriot de Langle, un francés de la Bretaña, escribió un libro titulado Voyage de Figaro en Espagne. Lo escribió con tinta y bilis para poner a nuestro país de chupa de dómine. Carlos III exigió el secuestro de la obra y un castigo ejemplar. Si la protesta del Rey Alcalde no era atendida, España cerraría la frontera de los Pirineos. Eso se traducía en la suspensión de las relaciones diplomáticas en un momento prerrevolucionario y de guerra con Inglaterra.
La Fiscalía de París condenó el panfleto y el verdugo quemó los ejemplares secuestrados. ¿Y cuál fue el resultado? Que hoy, más de doscientos años después, estamos hablando del dichoso libro. Tras la censura, tuvo ediciones en todos los idiomas de la Leyenda Negra —inglés, alemán, danés e italiano— y circuló bajo mano por España. Si uno consulta la Wikipedia francesa, descubrirá en la entrada correspondiente a Fleuriot de Langle —que aquí dejo— por qué dudo de la caballerosidad del tal Figaro.
Saltemos el Canal de la Mancha para caer en Gran Bretaña. Entre 1748 y 1749, un oscuro novelista inglés, John Cleland, publicó la que se considera primera novela pornográfica de la historia de la literatura. Se trata de Memoirs of a Woman of Pleasure (Memorias de una cortesana), o Fanny Hill. La disfrazó de obra educativa para mostrar cómo una inocente criatura empujada al abismo de la lujuria podía redimirse. Se trata, en realidad, de un catálogo de escenas eróticas coloristas y detalladas inspirado en el Kamasutra. No en vano fue agente de la Compañía de las Indias Orientales.
Fanny Hill, censurada en la Inglaterra de la minifalda y en la España de la Transición
Pues Cleland y su editor, Ralph Griffiths, pasaron por los tribunales por «corromper a los súbditos del Rey». Como Galileo, Cleland tuvo que renegar de su propia obra para evitar la cárcel. Bien pudo decir, remedando al astrónomo: «Y sin embargo, ¡cómo se mueve!». El novelista recibió treinta guineas por el original, que le abrieron la puerta de la celda donde estaba preso por deudas. Griffiths se embolsó diez mil libras por la ventas, legales o ilegales.

Fanny Hill fue prohibida en el Reino Unido durante más de dos siglos. Pero eso no impidió su difusión gracias a ediciones clandestinas. En 1963, la editorial Mayflower la publicó de nuevo, pero la Brigada Antivicio y los fiscales intervinieron. En consecuencia, la edición fue secuestrada y un juez mantuvo el veto. No se pudo publicar legalmente hasta 1970. Habían pasado doscientos veintiún años desde su primera vez.
En España, el editor Ramón Akal fue procesado en 1976 por intentar publicarla y pasó trece veces por el Tribunal de Orden Público. Tengo un ejemplar de la novelita y dudo de que, sin censura, hubiera cosechado la atención que tuvo después, y que aún mantiene.
Saltemos desde el Siglo de las Luces hasta la Antigüedad Tardía. El último emperador que quiso reunir de nuevo el Imperio fue Justiniano I (483-565). Bajo su reinado vivió y escribió Procopio de Cesarea, historiador cortesano y cronista de su época. Una de sus obras se titula Historia secreta, o Anécdota.
Es, en esencia, un vómito de Procopio contra el emperador y su esposa, la basilisa Teodora. Ella nació en el hipódromo, ya que su familia trabajaba allí. Cuenta Procopio que su madre, que era prostituta, la instruyó en su oficio. Cuando llegó a la adolescencia «se convirtió enseguida en una hetaira de infantería», dice el escritor. Y añade que se entregaba al primero que llegase, «dejándole que se sirviera de todas las partes de su cuerpo. ¿Que se quedaba embarazada? Pues casi siempre «pudo abortar enseguida».
Deseaba otro agujero en el pecho para un cuarto amante…
Añade el historiador que «llegó a ser famosa entre las de su condición y entre todos los hombres». Cuando Justiniano, un monstruo depravado según Procopio, la conoció, perdió la cabeza. Y ella, dejándose querer, consiguió poder, riqueza personal y el trono. Fue una especie de Princesa del pueblo que trepó desde la arena del Hipódromo hasta el Palacio Sagrado gracias a sus acrobacias y su ambición. En la alcoba imperial, Justiniano no la vio más desnuda que en el circo, en donde se contorsionaba en cueros entre carrera y carrera de cuadrigas. Según Procopio, el muy pusilánime Justiniano fue un títere en manos de su «demoníaca mujer». De ahí que Bizancio se convirtiera en «un régimen de esclavos de los que ella era dueña y señora».

Procopio goteó en su libro palabras tan venenosas como estas: «En materia de placer nunca fue derrotada. A menudo iba a merendar al campo con diez hombres o más, en la flor de su fuerza y virilidad. Y retozaba con ellos, sin desairar a ninguno, durante toda la noche […] Y aunque abría de par en par tres puertas a los embajadores de Cupido, se lamentaba de que la Naturaleza no hubiese abierto un orificio semejante en el canal de su pecho, para así recibir a un cuarto amante». Todo un antecedente histórico de lo que hoy conocemos como gang bang.
Por entonces, Constantinopla era la quintaesencia de la intriga, la hipocresía, el espionaje y la diplomacia. Esa es la razón, estiman algunos autores, de que Procopio no fue ajusticiado. Ni que le cortasen la lengua y las orejas. Y lo más inconcebible para nuestro sensacionalista sistema judicial es que no se prohibió el libro. Porque no se puede prohibir lo que, oficialmente, no existe.
Aunque la versión más aceptada es que nunca vio la luz, hay quien mantiene que la Historia secreta fue dada a conocer tras la muerte de Teodora, que dejó viudo a su imperial marido. Eso demostraría que su autor le tenía más miedo a ella que a Justiniano.
Ajusticiar a Procopio le habría regalado fama al libelo, como ya vimos con Fleuriot. Con paciencia cristiana y disimulo oriental, los censores esperaron a que la gente se olvidara de él. Y tanto se silenció la dichosa obra que se tuvo por una fábula hasta que once siglos después apareció una copia en la Biblioteca Vaticana… ¡Mala suerte, Dan Brown, llegaste tarde! En 1623 se publicó por primera vez y hoy se puede leer en Internet, pero en páginas académicas sobre la historia de Bizancio. ¡Vamos!, que no es un bestseller.
Por cierto, lo que dice en la entrada de la Wikipedia en francés sobre Fleuriot de Langle, es que jamás puso un pie en la Península Ibérica.
Cristina
¡Bravo!
José Juan Picos
¡Gracias, gracias! Feliz semana.
Un beso.
Rosa Berros Canuria
Entramos en una negra era. Se nos censuran los clásicos para no herir sentimientos (siempre que los sentimientos sean de un cierto signo; de los míos nadie se preocupa); los adolescentes adolecen, pero adolecen de iniciativa, de capacidad de análisis y de el más mínimo atisbo de autonomía (no caerán en la droga, no, aunque solo sea por pereza para planteárselo; no hay mal que por bien… [siempre he pensado que ese refrán está enunciado al revés]).
En fin, ya lo hemos hablado muchas veces.
Fantástico artículo.
Un beso.
José Juan Picos
Más que negra, gris. ¿Y qué te voy a contar a ti de adolescentes? Te agradezco el comentario porque así he vuelto a la entrada y la he corregido: al ritmo que va la actualidad, hay partes del texto que se quedan obsoletas en un pispás.
Mucha gracias, Rosa.
Un beso.