Publico este artículo porque me había comprometido. Pero la verdad es que ya me da fatiguita esta serpiente de verano sobre el turismo, que ahora vuelven a llamar «de masas» en los medios. Deduzco, entonces, que a la discriminación entre el viajero y el turista se suma otra categoría: el turista «masivo». Me lo imagino como un señor de Glasgow con barriga cervecera y michelines de haggis y black pudding que anda de vacaciones por la Barceloneta y el Barrio Gótico. O sea, el Gordo Cabrón de Austin Powers.
¿El Gordo Cabrón de Austin Powers es un turista de masas? Clic para tuitear

¿Existió esa Edad de Oro en que las huellas de los caminos y las estelas de los mares eran de aventureros y no de turistas? ¿Estaban los templos, las ágoras, los foros y los mercados a salvo de la chusma bárbara que calzaba caligas con calcetines y que se atrevía a comparar nuestros palacios con sus chozas de barro y paja?
Pues no. Turistas los ha habido siempre. Menos que ahora, claro, porque había menos gente. Es que se morían por culpa de la Peste Negra, la tuberculosis, el tifus, el tétanos, la viruela y todo eso que hoy se cura con una vacuna. Vacunas, otra lacra de la civilización que la izquierda neolítica quiere erradicar como quiere arrasar con el turismo: «¡¡¡Turistas no, y vacunas menos!!!».
Antes había menos turismo porque también había menos vacunas
Tampoco abundaban los turistas porque a los niños, en vez de ir a Marina D’Or con papá, que tenía silicosis, y mamá, que estaba dada de sí de tanto parir, se les caían los dientes de leche en las minas de carbón. En fin, que como no había ni vacunas ni vacaciones, pues tampoco había mucho turista.
Los que sí viajaban eran los herederos de los dueños de las minas. De las minas y de todo los demás. En pleno siglo de la Ilustración, los cachorros de la aristocracia y de la alta burguesía británicas empezaron a garbear por Europa en lo que se conoció como el Grand Tour. Era una mezcla de viaje de fin de curso y despedida de soltero que duraba hasta dos años. Hablamos de un rito de paso por el que un lord adolescente se convertía en adulto. Sus coetáneos de Zululandia pasaban trámites similares, pero los africanos tenían que volver con la melena de un león y los europeos con algo de color, una piedrecita del Coliseo y unas purgaciones.
Lord Byron se comportó en Grecia como un hooligan de vacaciones

Lord Byron también fue un touriste. Esa palabra tan denostada hoy, «turista», viene del nombre de aquellos viajes de las élites de Albión. Bueno, pero es que hablamos de Lord Byron, un caballero refinado, un protegido de las musas, un adalid de la belleza… que, en cuanto tuvo ocasión, jodió un pilar del templo de Poseidón en la punta de Sunio, en la muy mitológica Ática.
El muy gañán no tuvo mejor ocurrencia que, en 1810, grabar su nombre a buril en una pobre piedra de tiempos de Pericles. Como no había más turistas por allí, no hubo nadie que se lo afeara; estaba solito para cometer su exquisito y narcisista acto de vandalismo. Pero no fue el único.
Estos grafitos, como se los conoce entre los arqueólogos, no son exclusivos de los turistas privilegiados del siglo XVIII. En la Edad Media era habitual que, en los santuarios, los peregrinos tallasen o pintasen en los muros y paredes agradecimientos, peticiones u oraciones. Los cristianos recogían una tradición ya presente entre los paganos, ya fuesen grecorromanos o bárbaros. Y hablo de bárbaros de manual de barbaridades: ¡vikingos!
A su modo, los vikingos ya hicieron turismo por todo el Mediterráneo

Los mercenarios escandinavos, llamados varegos en Constantinopla, formaron la escolta de los basileos, la Guardia Varega. En la portada del número 3 de la revista Desperta ferro vemos a un par. Corre el año 1040 y están en el Pireo, en Atenas. Los atenienses se sublevaron contra Miguel IV Plafágono, y los guerreros nórdicos los reprimieron. Luego tomaron el sol y se pusieron como gambas.
Ya se ve que les sobraba tiempo, que es lo primero que necesita un turista, porque le pintaron al león de mármol que domina la escena un collar de runas. En 1922, el académico sueco Erik Brate tradujo así la pintada mercenaria: «Lo grabamos con empeño en memoria de Horsi, un buen guerrero. Los suecos pusieron esto en el león. Él prosiguió su camino bien aconsejado. Oro ganó en sus viajes. Los guerreros tallaron las runas. Como adorno. Æskell, Þorlæifr y otros, los que vivían en Roslagen. Ulfr y […] las colorearon en memoria de Horsi, quien ganó oro en sus viajes».
Ese león fue botín de guerra, o souvenir, del almirante veneciano Francesco Morosini en el sitio de Atenas de 1687. Hoy, cualquier turista se puede hacer selfies con él en el Arsenal de Venecia. Morosini también tiene el poco edificante honor de haber derrumbado el techo del Partenón de un cañonazo. Los turcos lo usaban como polvorín y el templo estuvo ardiendo cuarenta y ocho horas. No hay turista que mejore ese récord.
El emperador Adriano fue todo un influencer del turismo

En los colosos de Memnón, cerca de Luxor, los turistas romanos también dejaron grafitos. En el 27 a. C., una de las estatuas se agrietó por culpa de un terremoto. Los cambios de temperatura y la evaporación del rocío provocaban que cantase. Tal fenómeno se puso de moda y muchos se acercaron a oírlo con sus propias orejas. Después garabateaban en el pie izquierdo el asombro y su agradecimiento: «¡La piedra me habla!». En pleno duelo por Antínoo, el emperador Adriano se convirtió en todo un influencer turístico que movió masas a Luxor tras oír cantar a Amenofis III.
La lista de autores que dejaron su rúbrica en el coloso egipcio es larga: poetas, poetisas, funcionarios, militares y viajeros de diversa condición. Suman, con datos actualizados, 107 inscripciones: 61 en griego, 45 en latín y una mixta. Una es de un turista peninsular: «Yo, Sabino Fusco, prefecto de la primera cohorte montada hispana, he oído dos veces, en el séptimo día de los idus de marzo, en el tercer año de Domiciano [año 84], Augusto Emperador, a la hora segunda, [de 8:00 a 9:00 en invierno]». Un siglo después, el aguafiestas de Septimio Severo fastidió el espectáculo: mandó sellar la grieta y Amenofis enmudeció.
Pompeya y sus lupanares fueron un destino del turismo sexual

Pero si hablamos de grafitos, no podemos fingir que Pompeya no existió. Son archiconocidas sus pintadas eróticas, reflejo del emporio del vicio que fue la desdichada ciudad. Todo un destino de turismo sexual. Dos ejemplos: «Harpocras folló en Pompeya con Drauca por un denario»; «Dafnico pasó un rato aquí con su amada Felicula».
En tiempos de Alejandro Magno (s. IV a. C.) se construyó el ágora de la ciudad de Esmirna, una de las ciudades que presume de cuna de Homero. Un terremoto la destruyó en el año 175 a. C. y la esposa del emperador Marco Aurelio, Faustina, patrocinó su reconstrucción. Durante siglos la visitaron peregrinos, mercaderes y turistas. De hecho, se han hallado en sus ruinas miles de grafitos, no todos locales. Por ejemplo, esta dedicatoria de un ciudadano de Éfeso, ciudad rival de Esmirna: «A los primeros de Asia. Los efesios». O este otro, de un peregrino suplicante: «Charias, alias Lucos, pidió por sus ojos y donó a cambio lámparas».
Egipto ofrecía a los turistas con túnica una de las Siete Maravillas del mundo helenístico, la Gran Pirámide de Guiza. El Faro de Alejandría, construido milenios después, tardó en obtener esa consideración dado su carácter práctico y no exclusivamente monumental.

Hay grafitos de los siglos VI y V en Abu Simbel, Filé, Abydos y Debod. Los autores son comerciantes y peregrinos, pero también mercenarios griegos. Hay quien habla de que, entre ellos, se advierten algunos de un origen sorprendente. Hablamos de gálatas, celtas llegados al centro de Asia Menor después de varios intentos de saquear Grecia. Allí dieron nombre a la región de Galacia. También sirvieron a sueldo de los gobernantes egipcios del período helenístico, los Ptolomeos.
¿Hubo o no hubo una Edad de Oro sin turismo de masas?
Conclusión: no hubo una Edad de Oro del turismo en la que el turista no dejase huella. Aquí no se libran ni los cromañones, que pintarrajeaban las cuevas. Hoy, en cambio, son los detractores del turismo los que se dedican a pintar las paredes de hoteles y las carrocerías de los autobuses. Y lo graban con sus móviles para que quede constancia de que pueden ser tan bárbaros como un vikingo.
José Luis
Tu artículo está muy bien documentado y es entretenido e instructivo, pero creo que esta basado en datos históricos y no en experiencia vital. Nací hace 70 añitos en pleno centro de Barcelona y hasta el día de hoy mi lugar de residencia. En cuestión de 5 o 6 años el cambio ha sido brutal, mejor así: BRUTAL. Salir a pasear por el centro es sumamente temerario, por no decir peligroso y por supuesto, desagradable en grado sumo. Entre los grupos organizados fieles seguidores de banderitas en ristre ( en intervalos de 20 segundos ) los grupos en bici y los skates forágenos que se suman alegremente a los autóctonos, todo ello en cantidades desorbitadas hacen del centro un infierno. Hay que vivirlo día a día como yo lo hago. Saludos
José Juan Picos
Viví cuarenta años en Madrid, que reúne casi todos los inconvenientes de una capital. Y digo casi por no exagerar. Ahora vivo en Coruña, donde la afluencia de cruceros deja muchas molestias y poco beneficio. Como cualquiera que vive en una ciudad soporto ciclistas por las aceras, correas extensibles caninas de tres metros, dueños que no recogen las cagadas, corredores y carritos de bebé por los carriles bicis… Y ni las bicis, ni los perros, ni las zapatillas, ni las cagadas son de turistas. Creo que nuestras ciudades no son peores por ellos, sino por nosotros. Y que nos sobra victimismo en ciertos casos. En cuanto a experiencia vital, voy a cumplir 56 y he vivido en cinco países diferentes; también es verdad que no me considero de ningún barrio ni de ningún pueblo o ciudad. Por lo demás, claro que sí, puedo estar tan equivocado como cualquiera. Muchas gracias por tu comentario y mi deseo es que tu lugar de residencia y vivencias recupere la calidad que sus vecinos necesitan.
Ana Lomba
Buen artículo. Antiguamente viajar era cosa de ricos, como bien dices. Los pobres se conformaban con ir de peregrinaje a Roma, Santiago de Compostela y Jerusalén. Fue la masificación lo que obligó al clero a inventar los incensarios, como el famoso botafumeiro gallego.
Siempre hubo turistas gamberros, bien por ignorancia, bien por prepotencia. Yo creo que el problema de hoy en día no es sólo la masificación que, además de causar molestias entre los ciudadanos, estropean los lugares naturales y los monumentos, sino también la mala educación, el incivismo. La gente no respeta a los demás, no respeta los lugares que visita y eso trae problemas. Si el turismo genera dinero a un sector, esto queda ensombrecido por culpa de unos cuantos que son más brutos que Atila arrasando la hierba. Y es que la gente se olvida de que se puede divertir sin cometer excesos y la libertad termina donde empieza la libertad de los demás. Un saludo.
José Juan Picos
Muchas gracias por tu comentario, Ana. Estoy completamente de acuerdo contigo, el respeto es lo primero. Hace unos días, no daba crédito a la noticia de un corredor londinense que había empujado a una mujer a la calzada y casi la atropella un autobús. Estamos convirtiendo actividades que son loables en un principio en otra carrera ciega a no se sabe dónde. Si el civismo desaparece en tu vida cotidiana, no va a surgir como de milagro en tus vacaciones, con estrés o sin él. Aparte de eso, creo que es verdad que en España nos estamos vendiendo muy barato como destino turístico, y esa responsabilidad es general, empezando por las administraciones, siguiendo por los sectores turísticos y hosteleros y terminando por nosotros mismos cuando vendemos alegremente el tópico del solecito y el jamoncito. Un saludo para ti también. Que pases un buen domingo.