Marco Terencio Varrón Reatino (116-27 a. C.) empuñó con la misma soltura el cálamo y la espada. No le quedó otra: vivió entre el declive republicano y el nacimiento del Imperio, una época de arengas y elegías. Toda su vida, con el escudo o con la tablilla, Varrón fue leal a la República, quizá porque nació en la Sabinia, germen de Roma. Pero tuvo tiempo y oportunidad de dolerse por su destino, pues vivió todas sus guerras civiles, desde la de Mario y Sila hasta la de Marco Antonio y Octavio.

"De ordinario, la plebe es turbulenta"… ¿Varrón sobre Twitter? Clic para tuitear

Estatua de Varrón en su ciudad natal, Rieti, en la Sabinia.

Como lugarteniente y camarada de Pompeyo, participó en las triunfales campañas contra Sertorio en Hispania y contra los piratas cilicios. Se rindió a Julio César después de la batalla de Farsalia y recibió el perdón. César lo nombró director de la primera biblioteca pública de Roma, pero el asesinato del dictador frustró el proyecto.

Varrón fue proscrito por Marco Antonio, que confiscó sus bienes y saqueó la villa donde se dedicaba al otium: el estudio, la escritura, el cultivo de la amistad, el cuidado de los campos y la contemplación de la naturaleza. Justamente, todo aquello que Cicerón (106 – 43. a. C) llamó otium cum dignitate, el ocio provechoso: «lo más deseado por todos los hombres felices, honestos y saludables de mente».

A favourite poet, Lawrence Alma-Tadema (1889).

Horacio (65 – 8 a. C.) expresó el ansia bucólica del romano viril en uno de sus versos: Beatus ille qui procul negotiis («Dichoso aquel que se aleja de los negocios»). Y añade: «como la antigua raza de los hombres», una referencia a la Edad Dorada de Hesíodo, cuando los hombres (aún no había mujeres, estaba por llegar Pandora) nacían de la tierra como los rábanos, vivían inmaculados y felices y morían como quien se echa una siesta. El beatus ille quedó luego como un tópico literario para ensalzar la vida en el campo.

Varrón fue indultado de nuevo por Octavio, el primer emperador. Abandonó los negocios, nec-otium, la negación del ocio, y se marchó a la campiña. Esa era la aspiración de los romanos de pura cepa que se tenían por herederos de la probidad de Cincinato, el patricio campesino que, como dictador temporal, salvó a Roma en dos ocasiones. Después de cumplir con su deber, empuñó de nuevo el arado.

Su actividad militar, que le llevó a conocer el mundo mediterráneo, su negocio frustrado como bibliotecario y su ocio provechoso le inspiraron a Varrón la friolera de seiscientos volúmenes. San Agustín, asombrado, dijo de él lo siguiente: «Leyó y estudió tanto que sorprende cómo pudo encontrar tiempo para escribir; y escribió tanto que sería increíble que alguien lo pudiera leer todo».

Murió en el 27 a. C., el mismo año en que Octavio Augusto se convirtió en emperador. Roma nunca volvería a ser una república.

Menudo escándalo cuando Lucio Vero invitó a doce comensales…

Pues bien, a este amante del ocio digno y del sosiego rural le debemos una regla de etiqueta para banquetes que ha sobrevivido a lo largo de los siglos: el número adecuado de comensales, que debían ser «menos que las musas y más que las Gracias», es decir, entre ocho y cuatro. Las Gracias eran hijas de Zeus y de Eurínome, una ninfa acuática. Simbolizan el encanto y la belleza naturales y se llamaban Aglaya, Resplandeciente; Eufrósina, Alma bella, y Talía, Floreciente.

 

Como para invitarlas a cenar…

Las musas también era hijas de Zeus, pero con una antigua diosa tectónica, la titánide Mnemósine, Memoria. Estos eran sus nombres y atribuciones: Clío, Gloriosa, musa de la Historia; Euterpe, Deliciosa, de la música; Talía, Floreciente, de la comedia; Melpómene, Celebrada en cantos, musa de la tragedia; Terpsícore, Deliciosa bailarina, de la danza; Érato, Adorable, de la poesía lírica; Polimnia, Cantora de himnos, de los cantos y la poesía sagrada; Urania, la Celeste, de la astronomía y las ciencias, y Calíope, Bella voz, de la elocuencia y la poesía épica.

Aquella norma de Varrón tuvo su origen en la aversión patricia a la escandalosa plebe romana; así evitaban convidar a todos sus clientes, muchos de ellos de menor condición social: “No conviene que sean muchos —dice Varrón—, porque, de ordinario, la multitud es turbulenta».

Infractores de la etiqueta de Varrón en plenas Saturnales.

Añade que el éxito de un banquete depende, además, de cuatro condiciones: la buena educación de los invitados, la elección del lugar adecuado, la fecha y la hora y el menú. Requisitos obvios en la actualidad, pero un banquete era uno de los pocos entretenimientos de la época y debía ser mimado en todos sus detalles. Debemos contar, además, con que los banquetes romanos continuaban, idealmente, la tradición del simposio griego, cuyo objetivo era comer para poder beber y solazarse con la buena compañía y la conversación agradable.

Visión idealizada de un simposio por Alma-Tadema

Los invitados no debían ser charlatanes o pedantes, ni hoscos y callados, porque «la elocuencia debe estar en el foro y en el senado, y el silencio en el dormitorio y no en el banquete». Las conversaciones tenían que ser agradables y placenteras: «Esto ciertamente se conseguirá si se habla de los usos normales de la vida, de los que no es posible hablar en el foro o en los negocios». Varrón recomendaba que el anfitrión no fuese ni pródigo ni tacaño. Siendo militar y republicano, estaba más cerca de la frugalidad que de la gula.

La casa de Kant en Konigsberg

Un egregio seguidor de la norma del filósofo, filólogo, gramático, poeta, historiador y anticuario Marco Terencio Varrón fue Immanuel Kant. En 1783, Kant se compró una casa. En su comedor empezó a recibir a un selecto catálogo de comensales —banqueros, políticos, médicos, abogados, filósofos, comerciantes y estudiantes—. Como no soportaba que la conversación decayera, desplegaba un abanico de temas que no incluían la filosofía. En cuanto al número de invitados, aplicaba la norma de Varrón.

Un médico invitado a la mesa de Kant dice que los ojos del filósofo «irradiaban con especial fulgor cuando los elevaba después de un instante de reflexión y le dirigía la palabra a alguien. Era como si una luz serena se extendiera sobre sus palabras y lo iluminase todo». Así reforzaba los lazos con sus invitados, que se convertían en amigos. Aquellos banquetes kantianos se alargaban en sobremesas, más que prusianas, españolas. En alguna, encendido por la comida y el vino y arropado por sus admiradores, sentenció: «La amistad es como el café, que una vez frío ya no sabe igual, aunque se recaliente».

Comparte este artículo en: