Antes de la Gran Reclusión, los bares eran nuestra segunda casa, una afirmación que se queda corta. Porque hubo un tiempo en que tuvimos tres: la vivienda habitual, el bar y nuestro colegio electoral. Llegué a perder la cuenta de los domingos de votación que nos cayeron encima. 

«De todas las criaturas con vida e inteligencia, las mujeres somos las más infortunadas», se lamenta Medea. Clic para tuitear

No sé si en alguno de ellos nos jugamos tanto como las mujeres atenienses de hace un par de milenios. Aquellas desdichadas sufrieron una jornada electoral que cambió radicalmente sus vidas. Espóiler: a peor.

Por muy inmortales y poderosos que fueran, los Olímpicos no eran nadie sin los mortales. Su mera existencia dependía de que vivieran en la memoria de sus fieles. Eso en primera instancia; en segunda, de que les llegaran los vahos de los sacrificios. Porque no solo de néctar y ambrosía se alimentaban los dioses. De ahí que se disputaran con fiereza el patronazgo de las ciudades griegas: les garantizaba templos, altares, adoración y alimento. Es decir, para no morir, ansiaban convertirse en polite, un dios-ciudadano.

Disputa de Poseidón y Atenea en la reconstrucción del tímpano oeste del Partenón (Museo de la Acrópolis de Atenas).

Uno de los duelos más famosos para patrocinar una polis fue el de Palas y Poseidón por Atenas. Como siempre en la mitología, se nos presenta más de una versión. Pero el resultado es el mismo: desde mi punto de vista, una traición.

Situémonos en los tiempos del primer rey de Atenas, Cécrope I. Hay quien data su reinado entre el 1556 y el 1506 a. C., que ya son ganas de datar. El caso es que tío, Poseidón, y sobrina, Atenea, querían recibir en exclusiva el complemento dietético del néctar y la ambrosía, los vahos propiciatorios. Así que se aprestaron a ofrecer a los atenienses su mejor regalo.

Atenea, más comercial, se sacó del peplo la dieta mediterránea

Poseidón pulverizó con su tridente una roca de la Acrópolis y surgió un manantial. Lástima, era de agua salada. Hay quien troca la fuente por un caballo, dados los atributos hípicos del dios marino. Atenea, la diosa del casco ático, tenía mayor visión comercial. Por eso se sacó del peplo la dieta mediterránea: les regaló un olivo. Para que tuviéramos aceite de oliva virgen extra para los restos.

«La disputa de Atena y Poseidón ante los Olímpicos», en la versión de Merry-Joseph Blondel (1822).

Zeus, garante de la justicia universal según Hesíodo, fue el moderador. No digo árbitro porque Él delegó en el resto de los olímpicos, que atendieron al testimonio de Cécrope, favorable a la diosa. En consecuencia, Atenea se convirtió en patrona epónima de la ciudad. Vaya usted a saber cómo se llamaba Atenas hasta entonces. La verdad es que el resultado fue de lo más coherente. Atenea es la olímpica que toma como propia la defensa de las ciudades. Su tío, dios de los terremotos y los maremotos, las destruye.

Poseidón en la versión mítica del caballo regalado.

Poseidón se lo tomó fatal. Tanto, que inundó el Ática. Y aquí llega la otra versión. En lugar de los dioses, el romano Varrón culpa del desastre a los propios ciudadanos, y ciudadanas, de Atenas. Porque ellos, y ellas, decidieron en un arcaico domingo electoral. Por un voto, ganaron las mujeres. ¿Y a quién votaron las atenienses? Pues aquellas desdichadas ¡votaron por Atenea!

En consecuencia, había que aplacar al susceptible y furibundo Poseidón. ¿Y qué se les ocurrió? Pues como la «culpa» fue de las mujeres, los hombres decidieron quitarles la ciudadanía y, por añadidura, el derecho al voto. De remate, se eliminaron los nombres matronímicos: los hijos no podrían llevar el nombre de la madre. Sólo patronímicos, el del padre.

Es que Atenea estaba ocupada inventando cosas de hombres

¿Y qué dijo Atenea de semejante injusticia?, ¿hizo algo por sus votantes femeninas? (Aquí es donde se oye cantar a los grillos y, en un polvoriento paisaje, desfilan ante nosotros los resecos estepicursores).

Que ese fuera el olivo de Atenea sí que sería un milagro.

A ver, Atenea era una diosa muy ocupada. Tenía que inventar el arado, el yugo de bueyes, la brida, el carro de guerra y el barco. Es decir, cosas de hombres. Vale, y de algunas mujeres, como las amazonas, un pueblo bárbaro masacrado por dioses como Baco y por héroes como Hércules, Teseo y Aquiles.

Desde ese día, el destino de la mujer griega, sin voz ni voto, quedó muy bien (muy mal) definido. Lo resume la Medea de Eurípides: «De todas las criaturas que tienen vida e inteligencia, nosotras, las mujeres, somos las más infortunadas […] Dice la gente que llevamos una vida sin sobresaltos ni peligro en el hogar, mientras los hombres guerrean. Se equivocan. Yo preferiría combatir tres veces en el campo de batalla que dar a luz una sola». Las atenienses quedaron confinadas en el fondo de la casa de sus padres y maridos, allá en el gineceo. Y todo por votar. Para que digan que los abstencionistas son unos irresponsables. Me da que, más bien, son mitógrafos avisados.

Aviso para trolls: las líneas que anteceden las autorizan Antonio Ruiz de Elvira con su Mitologia clásica (Gredos, 2015); el Robert Graves de Los mitos griegos  (Alianza Editorial, 1989); el Ovidio metamórfico (Austral, 2011), y Papá Hesíodo en su Teogonía (Gredos, 2015).

Y te recuerdo que muchas de las cosas que cuento aquí, también las tengo, con detalle y gracejo, en mi última obra: ¿Nos hacemos unos griegos? (LGTBI en el Olimpo y su vecindario).

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