Tras la derrota de Occidente en Afganistán, revive en titulares, tertulias y tuits el tópico de un Medievo oscuro y bárbaro. «Los talibanes devolverán a las mujeres afganas a la Edad Media», y tan anchos. Lo que nadie explica es a qué Edad Media se refieren. Porque tenemos la Antigüedad Tardía, la Alta Edad Media y la Baja, que, cuando decaía, dio pie al Renacimiento… ¡Ya salió el quisquilloso!
¿A la Edad Media? Los talibanes devuelven a las mujeres a la Antigua Grecia Clic para tuitear

¿Pues a cual nos vamos a referir!, a la muy sucia y apestosa de las Cruzadas y la Inquisición. Y punto. Un milenio entero reducido a tres lugares comunes, como los uniformes de las legiones romanas. En fin…
A la mínima, presumimos de herencia grecolatina y, por tanto, civilizada y lampiña. En consecuencia, repudiamos a las tribus norteñas que bautizaron a buena parte de la Europa actual: Inglaterra, «tierra de anglos», bárbaros greñudos que bajaron de Jutlandia; Escocia, el país de los pilosos escotos hibérnicos; Alemania, «nación de los alamanes», un batiburrillo de belicosas e hirsutas tribus germanas; Francia, el país de los temibles y velludos francos…
Los talibanes se pueden comparar
a un bárbaro señor feudal tanto como
a un aristócrata de la Antigua Grecia
Sin embargo, en lo que se refiere al trato dado a las mujeres, los barbudos talibanes igual se pueden comparar con un bárbaro señor feudal como con un aristócrata de la Antigua Grecia. Con una salvedad, hubo señores feudales sometidos a doña Urraca, a María de Molina, a Leonor de Aquitania, a Margarita de Anjou, a Matilde de Inglaterra, a Isabel de Francia y a renacentista Isabel de Castilla. En cambio, en Tebas, Atenas y Troya, los griegos tuvieron a Hércules, Teseo y Aquiles para someter a las reinas de las amazonas, pintadas con ¡pantalones! y gorros frigios, es decir, como escitas y persas, bárbaros de la pérfida y caótica Asia. Las ginecocracias de Escitia y Libia representaban el caos y el mundo al revés para los civilizados griegos.

En una entrada anterior reproduje una cita del primer filósofo, Tales, ciudadano de Mileto: «Le estoy agradecido al destino por haber nacido humano y no bestia; hombre, y no mujer; heleno, y no bárbaro». La ciudadanía griega dependía de cuatro condiciones impepinables: ser hombre, ser libre, ser natural de una ciudad-estado y pertenecer a un linaje autóctono. Aunque los padres de Tales eran fenicios, pertenecían al linaje de Cadmo, hermano de Europa, fundador de Tebas e introductor mítico del alfabeto. Los siervos, los esclavos, los libertos, los metecos (oriundos de otra polis), los bárbaros, los niños y las mujeres no eran ciudadanos, pues no reunían las condiciones requeridas.
Atenea traicionó a su propio sexo
para conseguir el patronazgo de Atenas
Fijémonos en Atenas, cuna de la democracia occidental y ciudad de Atenea, la diosa severa y virgen que traicionó a su sexo (ver entrada). Las atenienses no tenían otro destino que perpetuar el linaje de sus maridos. Un discurso atribuido al persuasivo Demóstenes, usado en el juicio contra Neera, una cortesana tracia, define ese papel: «Esto es lo que significa vivir con una mujer: mantenemos heteras por placer, concubinas para que cuiden a diario de nuestros cuerpos y esposas para que engendren hijos legítimos y sean fieles guardianes de nuestros hogares». En un crudo símil, conejas y perras.
En Medea (431 a. C.), Eurípides resume la desgraciada condición femenina: «De todas las criaturas con vida e inteligencia, las mujeres somos las más infortunadas […] Dicen que llevamos una vida sin sobresaltos ni peligro en el hogar, mientras los hombres guerrean. Se equivocan. Preferiría combatir tres veces que dar a luz una sola».
Las mujeres de la Antigua Grecia
no tenían que ver,
oír ni entender
Las mujeres de Atenas nunca abandonaban la minoría de edad: «El esclavo está absolutamente privado de voluntad; la mujer la tiene, pero subordinada; la del niño es incompleta», sentencia Aristóteles. Todos sus parientes masculinos la tutelaban hasta la tumba. No recibían más educación que la propia del hogar: cocinar, tejer, cuidar de sus hijos varones hasta los siete años y procurar que sus hijas fueran como ellas. Aun así, en lo que se refiere a la educación infantil, su papel era fundamental, pues transmitían a sus hijos los grandes mitos y las tradiciones y leyendas locales.
Jenofonte tiene un tratado sobre la economía doméstica y el eterno dilema campo-ciudad, el Económico. Su protagonista es un sobrio campesino, Iscómaco, que describe así a su esposa: «tenía quince años al entrar en mi casa. Hasta entonces fue severamente vigilada, a fin de que no viese, oyese ni preguntase». Es decir, salió del gineceo materno, el lugar «sin sobresaltos», para entrar en el conyugal.
Iscómaco insiste: «a una joven esposa no se le exige ni educación, ni ciencia, ni cultura, solo modestia, obediencia y economía». Esto último ha de traducirse como supervisión de las esclavas, las verdaderas encargadas de las labores del hogar. Un esposo griego mandó esculpir en la tumba de su mujer un epitafio que resume la vida hogareña de una ateniense: «fue casta, hiló la lana, cuidó de la casa».

Tras un acuerdo entre su padre y su futuro suegro, las atenienses se casaban con la edad de la esposa de Iscómaco, entre los trece y los quince, mientras que los hombres ya estaban en la treintena. Medea nos cuenta en qué condiciones llegaban al himeneo: «han de juntar dinero para comprar un marido que sea el amo de sus cuerpos, la cosa más dolorosa que hay». Se refiere a la dote que aportaban, una garantía para el esposo.
A los diez años,
las niñas eran desfloradas
en un santuario de Ártemis
Como debían ser ejemplo de sofrosine, es decir, de modestia, templanza e ignorancia, a imagen de la tejedora Penélope, tenían que adaptarse «a nuevas leyes y usos y volverse adivinas, pues, de solteras, nada les enseñaron sobre cómo portarse con su esposo». Aquí, Eurípides no es del todo riguroso. A los diez años, las atenienses eran desfloradas con un falo artificial en el santuario ático de Ártemis Brauronia. Eso les evitaba el trauma del himeneo.
De la falta de sofrosine de Afrodita se queja su marido Hefesto cuando la encuentra encamada con Ares: «Esta disoluta es hermosa, pero no sabe contenerse» (Odisea, VIII, 320). Ejemplos monstruosos de semejante pecado para la mentalidad griega fueron la infanticida Medea, matarife de sus propios hijos; la parricida Clitemnestra, asesina de Agamenón, su marido; la despechada e incestuosa Fedra, difamadora de su hijastro Hipólito, y la infiel Helena. En su antípoda, los personajes más terribles del panteón griego, las Moiras, ejercían como hilanderas de la vida humana en un tétrico gineceo.

Al desposarse, la mujer pertenecía al oikos —la familia, el linaje y el patrimonio— de su nuevo amo. Si solo paría hijas, cabía el repudio, pues los varones perpetuaban la línea paterna. Hay que entender que la familia era la unidad fundamental del entramado cívico griego. Y que los crímenes de Medea, Clitemnestra, Fedra y Helena lo son contra la armonía familiar: el infanticidio que corta el linaje de Jasón, su marido, como si Medea fuese una moira; el parricidio, el incesto y el adulterio.
«Yo pertenezco a mi familia, a mi clan, a mi barrio, a mi raza, a Argelia, al Islam», sentenció en 2016 la portavoz del Partido de los Indígenas de la República, la islamista franco-argelina Houria Bouteldja. «Yo pertenezco a mi familia, a mi clan, a mi tribu, a mi polis, a la Hélade, y seré lo que mi esposo, los dioses y el Destino quieran hacer de mí», podría haber dicho una ateniense de hace dos mil quinientos años.
La vida de una mujer del Ática era una preparación para el desdichado y ceniciento Hades. En cambio, las espartanas gozaban de más consideración porque eran las madres de los futuros hoplitas, las murallas de carne y bronce de su polis. El macedonio Aristóteles, mentor de Alejandro, no disimulaba su indignación por las costumbres de las jóvenes laconias, que hasta competían desnudas con sus compañeros varones. Culpaba de su libertinaje al legendario legislador Licurgo: «Con el deseo de la que polis fuera vigorosa, desatendió a sus mujeres. En consecuencia, viven de un modo licencioso, con toda clase de lujos». Cabría suponer que Aristóteles hablaba de oídas, porque «lujo espartano» es un oxímoron de órdago.
En la misma línea, el personaje de Peleo en la tragedia Andrómaca, de Eurípides, despotrica así contra las espartanas: «Ni aunque quisiera, podría ser casta una moza laconia, porque, tras abandonar sus hogares, corren y luchan con los muchachos, con los muslos desnudos y los peplos sueltos».

Otra diferencia entre lacedemonias y atenienses era la propiedad. Si un padre ateniense moría sin hijos varones, la hija no heredaba y se convertía en epíclera, transmisora del patrimonio familiar a su primogénito. Si estaba soltera, la casaban por consanguinidad patrilineal. En Esparta, las huérfanas sin hermanos se llamaban patrouchoi, «titulares del patrimonio». También conservaban la herencia para transmitirla, pero podían administrarla. Aun así, la famosa Gorgo, hija única de Cléomenes I, se tuvo que casar con su tío Leónidas al morir su padre.

«El varón, si se aburre de estar con la familia, en la calle se entretiene; nosotras no tenemos nadie más a quien mirar», afirma Medea. Las atenienses no salían a la calle más que a los servicios religiosos periódicos, como las Tesmoforias, una fiesta femenina. Comprar o acarrear agua era cosa de esclavas. El romano Ovidio se hace eco del tedio de las mujeres en la carta XIX de sus Heroidas. Se la remite Hero, sacerdotisa de Afrodita, a su amor imposible, Alejandro: «Vosotros, cazando o cultivando, empleáis largos ratos en un variado ocio. El foro os tiene ocupados, o los premios de la aceitosa palestra, o hacéis caracolear a un dócil caballo […] y las horas de la tarde se os pasan delante del vino».
El marido griego se distraía en la calle y en casa tenía el andrón, la parte viril de la vivienda. Allí celebraba banquetes (simposios) con sus amigos, atendidos por esclavas y entretenidos por heteras y flautistas, siempre en proporción a su riqueza. En las distracciones callejeras entraban sus amantes, ya fuesen mujeres o efebos. Las esposas tenían que soportar, incluso, que algunas concubinas tuvieran sus propias estancias en el hogar conyugal.
En fin, que podemos cambiar «griego» por «talibán» y «griega» por «afgana» para ver si encontramos las diferencias. Y mientras, dejamos un ratito en paz a la baqueteada Edad Media y soltamos lastre de tópicos.
Parte de esta entrada está basada en un capítulo de mi último libro, ¿Nos hacemos unos griegos?, un repaso a la sexualidad en los mitos. Disfrútalo a través del enlace.